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El niño juega con un auto de metal a control remoto que le compré la Navidad pasada. Lo manipula con curiosidad y torpeza, abre las puertas y la tapa del motor, hace deslizar las ruedas por la palma de su mano y siente cosquillas. Me mira y sonríe.

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El niño juega con un auto de metal a control remoto que le compré la Navidad pasada. Lo manipula con curiosidad y torpeza, abre las puertas y la tapa del motor, hace deslizar las ruedas por la palma de su mano y siente cosquillas. Me mira y sonríe.
También lo miro, pero me resulta difícil responder con alguna expresión a su sonrisa.
Estamos solos en casa. Mi madre se marchó hace aproximadamente dos horas, luego de una visita llena de preguntas que trataban de asegurarse de nuestro bienestar. Mis suegros se mudaron de regreso a su casa hace cinco días, luego de acompañarme durante tres meses desde el funeral de Natalia. La vida volverá a la normalidad pronto. Regresaré al laboratorio y él seguirá creciendo.
El niño golpea el auto contra el suelo, con brusquedad, quizá decepcionado de su inmovilidad. Aunque el metal resiste ciertas embestidas y el niño todavía no tiene demasiada fuerza, con unos golpes más se echará a perder. Me mira y adivina algún gesto de desaprobación en mi rostro, pues deja el juguete en el suelo. Recojo el control remoto del auto y lo echo a andar, despacio.
El niño se pone de pie con dificultad. Y va tras el auto.
En otros tiempos me habría enternecido la fuerza de voluntad con la que yergue las piernas regordetas para elevarse del suelo. Me habría hecho gracia su balanceo: el esfuerzo de sus brazos para levantar su torso y equilibrar el peso sobre sus piernas vacilantes. Al tambalearse y amenazar con la caída inmediata habría sentido miedo de que se hiciera daño, aun cuando no hubiera más peligro que el dolor del fracaso. Pero no se cae.
No se hace daño.
El pequeño auto atraviesa la sala, cruza la mampara y se detiene frente a la piscina. Muy lentamente, dando tiempo a que los pasos inexpertos del niño lo sigan con curiosidad. El vehículo vuelve a impulsarse: retrocede y dibuja una trayectoria circular alrededor del niño, que ríe y me busca con la mirada antes de preparar los brazos para tratar de atraparlo. Se agacha con dificultad, pero ahora sí advierte una posible caída. La mirada que me lanza ahora está llena de confusión.
El auto lo elude y traza círculos a su alrededor.
El niño me mira, desconcertado, hasta que un esbozo de amor propio lo empuja a reiniciar la persecución. El juguete avanza despacio, siempre fuera de su alcance, pero dándole tiempo para controlar sus pasos y titubear.
—Dave, atrápalo —le digo, señalando el vehículo.
La luz de la tarde dibuja la silueta del niño delante de mí y lo recorta del paisaje.
El auto acelera como en una autopista porque el niño por primera vez imprime velocidad a sus pasos. Tal vez su miedo de caer desaparece porque me sabe cerca.
—Atrápalo —insisto.
El auto se detiene frente a la piscina para que el niño pueda alcanzarlo.
Cuando su mano se aproxima, el bólido acelera y se inmola en el agua.
Dave continúa la persecución, envalentonado por el dominio de su equilibrio.
No fue su culpa, me repito mientras voy tras él.
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