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Duodécimo capítulo de Ella, la novela de Pablo Cermeño

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ELLA
Pablo Cermeño
Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que Carla visitó la casa de Camila. Encontrándose afuera, vinieron a su mente una serie de recuerdos de las tantas veces que había estado allí. Ya adentro, del otro lado de ese enorme jardín, asomaron Camila y su madre, doña Fiorella. Carla sonrió al verlas; su corazón se iba llenando de emociones con cada paso que daba hacia ellas. Sintió como si no hubiera pasado el tiempo.
Carla había ido a reunirse con el padre de su amiga, don Gerardo Velarde, quien la estaba esperando en su despacho.
–Sobrina querida –exclamó al verla–. ¿Hace cuántos años que no nos visitas?
–Tío Gerardo –dijo Carla, avergonzada–, discúlpame.
–¡Qué dices, hija! –respondió él, para luego darle un abrazo paternal–. Estoy bromeando contigo. Por favor, toma asiento.
Carla se acomodó en una de las sillas. Don Gerardo cogió un vaso y se sirvió un poco de whisky.
–¿Tomas algo, sobrina?
–Agua está bien, tío Gerardo.
Don Gerardo le alcanzó el agua y se sentó frente a ella en su imponente silla de madera.
–Camila me dice que te está yendo muy bien en tu empresa de tecnología.
Carla estaba un poco nerviosa. Don Gerardo la observaba con sus enormes ojos claros.
–Sí, me está yendo mejor de lo que había pensado.
–Qué bien. Te felicito, sobrina. Tu tía y yo siempre supimos que llegarías lejos. Tus padres, a quienes tuvimos la suerte de poder llamar amigos, fueron una pareja estupenda. Ambos muy inteligentes, sencillos y de un corazón enorme. Era claro que criarían a una hija extraordinaria.
–Gracias, tío.
–No tienes por qué agradecerme, sobrina. Las cosas buenas deben decirse, siempre lo he creído así.
El padre de Camila hizo una breve pausa, tomó un sorbo de su whisky y pasó su mano por sobre su cabellera, acomodándosela:
–Ahora, dicho esto y para dejarnos de rodeos, voy a apelar a tu completa honestidad para hacerte una pregunta importante; ¿está bien, sobrina?
–Claro que sí, tío –respondió Carla.
–¿Qué puedes haberle hecho tú, una chica que recién empieza, a ese hombre tan exitoso para el que trabajabas, para que haya ido a tu oficina a amenazarte con sus hombres?
Carla se quedó en silencio. Tenía claro que el papá de Camila ya lo sabía. Pero, aun en esa situación, le era difícil responderle a esa pregunta. ¿Cómo contarle algo así a alguien que la conocía desde niña?
–¿Puedes decírmelo, hija? –insistió–. Que lo sigo pensando y no alcanzo a entender.
Carla bajó la mirada, incómoda, y se lo dijo:
–Bueno, lo cierto es que, cuando me fui de su empresa, me llevé a sus mejores clientes. A casi todos.
Don Gerardo asintió con los ojos bien abiertos.
–Entonces, sí te portaste mal con él –afirmó con tenacidad.
–Sí, tío. Le jugué mal.
Don Gerardo esperó unos segundos como pensando y, sin más, respondió:
–Bueno, lo hecho, hecho está. No puedo intervenir en lo que ya hiciste mal. Créeme, sobrina, yo también estaría furioso si alguien me hubiera hecho lo que tú le hiciste a ese pobre señor. Pero tú eres como una hija para mí. Y por mi familia no hay cosa que no haría.
Don Gerardo terminó su vaso de whisky y se puso de pie.
–Terminemos esta reunión de una buena vez, que tu tía Fiorella quiere que te quedes a tomar el lonche con nosotros. Y tú sabes que, cuando a ella se le mete una idea en la cabeza, no hay nada que uno pueda hacer.
Carla no tenía idea de lo que acababa de ocurrir. Recién habían abordado el tema, pero ahora ya estaban hablando del lonche. Se quedó viendo al papá de Camila, confundida, sin saber qué decir.
–Entonces, ¿qué quieres hacer? –dijo don Gerardo.
–¿Hacer? –respondió Carla–. No entiendo.
–Sí. ¿Qué has decidido respecto de lo que me has contado?
–No entiendo a qué te refieres con eso, tío.
Don Gerardo guardó silencio, observándola. Analizando su mirada y sus gestos hasta que decidió seguir:
–Está bien. Entonces, ¿qué quieres que yo haga con esta información que me has dado?
–¿Qué quiero yo que tú hagas? No, no, tío. Yo no quiero que hagas nada.
–¿No quieres que haga nada?
–No. Yo solo quería contarte –dijo Carla, llevando luego su vista hacia el piso, un tanto atemorizada.
–Hija, mírame –dijo don Gerardo.
Deseando jamás haber ido a hablar con él, Carla volvió a hacer contacto visual con el papá de Camila.
–¿Estás segura de que no quieres que haga nada? –insistió.
–Sí, tío. Estoy segura.
Don Gerardo tomó un pequeño papel y escribió un número de teléfono con la pluma que estaba sobre su escritorio. Se lo entregó a Carla.
–Si este señor te vuelve a molestar, quiero que llames a este número y le digas lo que te voy a decir a continuación. ¿Me entiendes, hija? –dijo don Gerardo.
–Sí –respondió Carla.
–Presta atención, porque solo te lo voy a decir una vez. Y, esta persona, que atenderá tu llamada, solo responderá a estas palabras exactas. ¿Estamos?
–Sí.
–Cuando llames, él va a contestar con la siguiente pregunta: “¿Cómo sabemos que el pisco es peruano?”. A lo que, tú, solo deberás responder: “Por la denominación de origen controlada”. Luego de eso, cuelgas el teléfono. ¿Entendiste, hija?
–Sí.
–Perfecto. Cuando hagas eso, él sabrá qué hacer.
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