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Fraternidad Peruano-mexicana

“En 1862 México volvió a ser invadido por Francia. Los republicanos, bajo el mando de Benito Juárez, entregaron sus vidas hasta que su libertad quedó asegurada. Entonces, la Sociedad Defensora de la Independencia Americana se fundó en Lima para enviar socorro material a los patriotas mexicanos”.

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Fecha Actualización
Por: Héctor López Martínez, historiador y periodista
Cuando en 1862 se produjo la invasión francesa a México, el gobierno peruano, desde un primer momento, se pronunció internacionalmente en favor de la nación hermana designando al poeta Manuel Nicolás Corpancho (1831-1863) encargado de Negocios cerca del régimen republicano de Benito Juárez. Corpancho cumplió su cometido con sagacidad y firmeza poniendo muy en alto la solidaridad del Perú con el país azteca en horas cruciales para su historia. “Las palabras que el presidente y el ministro de Relaciones Exteriores me han dirigido en la audiencia privada –decía Corpancho en marzo de 1862 dando cuenta de su presentación de credenciales– acreditan los sentimientos de una viva gratitud hacia el Gobierno peruano, por los pasos que ha dado en favor de México, y el interés que toma por la conservación de su nacionalidad e independencia”.
Connotados elementos liberales de Lima, encabezados por el director de El Comercio y su editor principal, Manuel Amunátegui y José María Samper, respectivamente, a los que se unieron personalidades descollantes de las esferas políticas e intelectuales de nuestro país como los generales Manuel Martínez de Aparicio y Luis La Puerta, los doctores Antonio Arenas, José Simeón Tejeda, Casimiro Ulloa, el poeta Emilio Althaus y muchos otros más, fundaron e impulsaron la Sociedad Defensora de la Independencia Americana, cuyo objetivo más importante era enviar socorro material a los patriotas mexicanos. A propósito de ello lanzaron un comunicado en el que decían: “De México se alza un inmenso gemido de huérfanos y viudas, de heridos y moribundos, de propietarios arruinados y poblaciones desoladas, lamento que cruza los océanos y grita a la Europa: ¡justicia a la América!, ¡socorro! ¿No escucharemos ese gemido? No enviaremos siquiera hilas a los que vierten su sangre generosa por la causa de la libertad y la independencia americana”.
Cuando los mexicanos derrotaron a los franceses en Puebla, el 5 de mayo de 1862, toda Lima vibró con la noticia y hubo entusiastas manifestaciones que recorrieron las calles principales de la capital. Un año después, poderosas fuerzas galas al mando del general Elías Federico Forey cercaron nuevamente a Puebla, donde los mexicanos, dirigidos por el general Jesús González Ortega, resistieron durante 62 días dando muestras de ejemplar heroísmo.
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Mientras se luchaba encarnizadamente y, temiendo lo peor, un vocero de la Sociedad Defensora de la Independencia Americana dijo: “Si México sucumbiera en esta lucha tan desigual, contra la primera potencia militar del mundo, su gloria no perdería nada de su brillo; porque hay derrotas que engrandecen como las mejores victorias y martirios que hacen de un pueblo el objeto de la admiración y simpatía del mundo”.
Finalmente el 17 de mayo de 1863, sin víveres, municiones ni esperanzas de recibir ayuda, Puebla capituló sin mengua del honor de sus defensores. La infausta noticia fue conocida en Lima el jueves 18 de junio y provenía de Panamá. El despacho mencionaba que el anciano general Nicolás Régules había preferido suicidarse antes que caer prisionero de los invasores. El dramático hecho avivó el estro de Ricardo Palma, quien publicó en El Comercio el poema Régulus, que en sus primeros versos decía: “Noble rival del Régulo romano,/ Ante tu lecho sepulcral me inclino…/ No late corazón americano/ Que no envidie tu nombre y tu destino./ Sobre tu patria encadenada y triste/ El pabellón conquistador tremola/ Y al mirar tanta mengua preferiste/ Que tu cráneo rompiese una pistola…”. Más tarde se supo que no había existido tal suicidio y el general Régules continuó sirviendo a su patria para convertirse en el vencedor de Tacámbaro, Michoacán, donde apresó un contingente de soldados belgas. El homenaje poético de Palma no fue solitario. Rindieron tributo de admiración a la martirizada Puebla, entre otros, Acisclo Villarán, Carlos Augusto Salaverry, José Alvarado y Juan Martín Echenique.
La caída de Puebla impulsó los trabajos de la Sociedad Defensora de la Independencia Americana. Las erogaciones se multiplicaron y, junto a una larga lista de donantes, pudo verse también los aportes colectivos de varios batallones del Ejército peruano como el “Zepita”, el “Húsares de Junín” y el “Artillero”. En pocos días se reunió 2,000 libras esterlinas que inmediatamente fueron remitidas a México. Para el 21 de julio de 1863 se organizó honras fúnebres en homenaje a los que habían sucumbido en la defensa de Puebla. La ceremonia religiosa tuvo lugar en el templo de Santo Domingo a las once de la mañana. La concurrencia colmó íntegramente las naves de la iglesia.
Al conocerse que la Regencia del Imperio Mexicano, apoyada en las bayonetas francesas, había declarado persona “no grata” al poeta Corpancho y lo conminaba a salir de su territorio en el plazo de cuatro días, El Comercio dijo: “La Regencia, queriendo hacer en la persona del señor Corpancho un desaire al Perú, le ha dispensado el honor que se tenía merecido. El honor harto envidiable, por cierto, de que se juzgaba a nuestro país el más enérgicamente decidido contra el odioso atentado que los franceses procuran consumar…”.
Por desgracia, Manuel Nicolás Corpancho jamás regresó al Perú. El vapor donde se había embarcado en Veracruz se incendió y zozobró el 13 de setiembre de 1863. Ya no teníamos representación diplomática en México, pero el interés de los peruanos por la causa de los republicanos –por Juárez– no decayó en ningún momento. La información sobre el fugaz imperio de Maximiliano de Habsburgo y Carlota, y la tenaz resistencia de los patriotas, fue abundante y frecuente. Fusilado Maximiliano en Querétaro, junto a los generales Miramón y Mejía, el 19 de junio de 1867, el triunfo de la república quedó asegurado. Pocas semanas más tarde, el 15 de julio, don Benito Juárez ingresaba triunfante en la ciudad de México restableciendo los supremos Poderes de la Unión. Un cablegrama trajo la grata nueva a Lima y, de inmediato, se improvisaron vibrantes manifestaciones públicas exaltando la fraternidad peruano-mexicana.