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Vida y milagros de El Cuy

Juan Acevedo acaba de publicar el libro El Cuy. Todas las tiras. Homenaje al roedor que lo encumbró. Y un reconocimiento al genio creador. La historieta peruana lo celebra.

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Fecha Actualización
Parece que los 26 de noviembre siempre pasa algo.
Aquel día de 1969 vio publicados sus primeros dibujos. Uno en la revista Caretas, al que tituló “La embarazada”, una miscelánea. Y otro, en la revista Informe Ilustrado, en la que nacía ‘Manuelito, uno de tantos’. Personaje con inquietudes sociales y existenciales. Aquel día de 1969 fue 26 de noviembre –como hoy– y Juan cumplía 20 años de edad. Casualidad o causalidad, todo ocurrió involuntariamente.
“En el fondo, es lo que sigue latiendo en mí”, me dice sobre el entonces naciente ‘Manuelito, uno de tantos’. ¿Acaso la prehistoria del roedor que encumbró a su autor?
El Cuy. Todas las tiras. Desde que nació hasta ahorita es la reciente publicación de Juan Acevedo, editada por el sello Reservoir Books para la editorial Penguin Random House. Un tributo macizo y sustancioso (y justo), un conjunto de más de 600 páginas, donde se deja constancia del lugar icónico de El Cuy en la historieta peruana y del genio de su creador.
EL PADRE
Pero, cuando era niño, quería ser como su padre. Enrique Acevedo Haro entró a la Guardia Civil en primer lugar. Siendo capitán estudió Derecho. Pasó al cuerpo jurídico militar, donde fue fiscal del Consejo de Guerra. “La ideología de mi papá era, más bien, fascista”, dice.
Su padre estudió los cinco años de secundaria internado en el colegio San Juan de Trujillo, dirigido por alemanes de entreguerras. “Eran literalmente nazis”, subraya. Y tal vez quiso lo mismo para su hijo. A los 13 años, Juan ingresó al colegio militar.
Cuando pasó a la adolescencia, comenzó a leer a José Carlos Mariátegui, como parte de su formación universitaria. Y, a partir de los 18, su padre y él fueron adversarios.
Para Enrique, era intolerable que Juan tuviera ideas de izquierda. No le prohibía que las pensara, pero discutía con él. “Desde que el hombre es hombre, esto es así…”, decretaba el padre. “La mía era una rebeldía que no era regalada, que tenía que ser peleada”, me dice el hijo.
La enemistad duró hasta los 23, cuando Juan se casó y partió a Ayacucho como director de una institución. Cuando volvió, Enrique por primera vez le estiró la mano. Una relación formal que con los años fue de cariño. “Era un hombre honesto. Formulaba sus ideas y me dejaba formular las mías”, dice.
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EN SILENCIO
Su padre nunca opinó sobre sus dibujos. Y un día el hermano menor de Juan, Rommel (nombre de un nazi), le contó: “Colecciona todos tus dibujos”. Lo hacía en secreto.
O el día que su padre se retiró de la Policía y pasó a ser solo abogado. Le escribió una carta a Juan. “He colgado el uniforme y soy feliz”, leyó. Nunca le había hablado de ser feliz. O cuando, en 1983, Juan presentó un libro. Entre los invitados estaba Alfonso Barrantes Lingán. Por única vez invitó a sus padres a la presentación de un libro. De pronto, lo llamaron: “Juan”. Ante la insistencia, volteó. Y se tropezó con la imagen de Barrantes abrazado con su padre. “¿Por qué no me dijiste nunca que el coronel Acevedo era tu padre?”, le dijo. Mientras el padre era el fiscal del Consejo de Guerra, Barrantes era el abogado defensor de los comunistas que caían ahí; en los intermedios se hicieron amigos.
Le pregunto en qué se parecen. Le agradece la disciplina. ¿En esa tensión familiar puede estar la explicación de por qué El Cuy es cómo es? Un cuy que contesta, pero siempre con atisbos de sensatez y esperanza, con equilibrio. No en vano es un cuy de formas redondeadas, barrigoncito, de orejas tiernas, pero siempre con el diente afuera. Un animal amable, mordaz e inteligente. Las aventuras de El Cuy son, finalmente, frescos históricos, retratos de nuestra sociedad.
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EL PUEBLO
Todo empezó aquí. Era un pueblo de unas 200 personas. De largo, unas cuatro cuadras; de ancho, unas tres. Su plaza y su iglesia. Y la casa del abuelo paterno, un teniente gobernador vitalicio. Sin luz eléctrica, alumbrados con lámparas o velas. Donde nació Enrique. Y donde Juan vio por primera vez al afamado roedor, y no uno sino muchos en las cocinas de las casas. Chanchacap, un pueblo que no figuraba en el mapa, al que llegó de niño. En el distrito de Salpo, provincia de Otuzco, La Libertad.
Y es uno de los momentos de El Cuy. Todas las tiras. Obra que narra cronológicamente el ascenso de este animal y su creador, a través de 11 secciones o capítulos. Donde se cuenta, entre otros pasajes, cómo en el año 77 y a sus 27, Juan pensó que el Perú necesitaba un animal que lo represente. “Fui haciendo humor gráfico que no se había visto antes aquí, a veces más serio, a veces más dramático. No eran chistes con personajes graciosos. Trataba de hacer pensar a la gente”, me dice desde su casa.
¿Qué le diría El Cuy a la izquierda?, le propongo. “(A la izquierda le) diría y le pediría que vuelva a ser izquierda, en el sentido de que vuelva a hacer trabajo de bases. El camino del terrorismo, jamás. El camino de la corrupción, nunca. Los caminos de la honestidad y de la solidaridad son caminos revolucionarios. Nunca fui militante de ningún partido, pero sí fui una suerte de militante individual”, responde.
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LA RAZÓN
En 1996, Juan Acevedo hizo un taller de historietas para profesores auspiciado por la Unesco. Esta noticia salió en El Comercio con su fotografía. Estaba dibujando en su casa y le anunciaron que su padre había llegado.
–Que suba, dijo.
–Él dice que usted se acerque. Dejó sus pinceles y bajó. Pero no estaba en la puerta.
Está en su carro, afuera. Caminó hacia el vehículo.
Hola, papá. Él seguía en el auto y con el diario en sus manos.
Oye, ¿te acuerdas lo que yo te decía cuando ibas a ser dibujante?
¿Qué me decías?
–”¿Qué vas a sacar de los dibujitos?”. ¿Y te acuerdas lo que tú me decías?
No.
–”Papá, estás en la calle”. Y tenías razón, yo estaba en la calle.
Cuando Juan iba a hacer un comentario, su padre le dijo al chofer: “Vámonos”. Y solo lo vio partir. Mientras el auto se alejaba, pensó: “Qué regalo el que me das y qué elegancia”.
“Pero lo que nunca supo es que yo después le di la razón varias veces, cuando tenía que comerme las uñas”, me dice y reímos a carcajadas.
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