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La edad de la colaboración

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Fecha Actualización
A principios de año Madrid fue asolada por un huelga de taxistas que dejó sin transporte particular a la capital durante semanas. La protesta giraba en torno a una cuestión en particular: el avance implacable de las aplicaciones colaborativas de transporte como Uber y Cabify.

Solo la semana pasada, en Bogotá, los trabajadores de Rappi, una empresa también colaborativa y conocida de igual manera en nuestro país, se aglomeraron a las puertas de la compañía y prendieron fuego a sus cestas, reivindicando salarios justos y mejores condiciones laborales.

Por último, el año pasado Barcelona vibró por las quejas de vecinos y algunos propietarios hosteleros ante los envites que Airbnb, una empresa de alojamiento colaborativa, provocaba en sus barrios y negocios, pues los turistas hacinaban los bloques vecinales, lo que a su vez reducía los ingresos de hoteles que sí pagaban impuestos.

No es fácil en muchas ocasiones dar solución a cuestiones que irrumpen de manera intempestiva. Nuestras sociedades no tienden a ser propicias al cambio y mucho menos a uno impuesto; no nos gusta las variaciones abruptas en nuestras formas de vivir. Pero el debate acerca de la economía de la colaboración es uno que debe darse y sobretodo entenderse, para que todas las partes terminen siendo beneficiarias de su éxito.

A través del caleidoscopio liberal, la economía colaborativa es tan solo el consentimiento de dos particulares de llevar a cabo un contrato. Estas empresas se limitan a conectar a la oferta y a la demanda en un área geográfica determinada y cobran una pequeña comisión por ello. Ergo, el Estado no tendría por qué intervenir en la regulación de estas actividades.

Pero toda acción tiene una reacción y aunque el principio liberal goce de razonamiento, es difícil soslayar el impacto que está teniendo en la economía y en los negocios que, cumpliendo las regulaciones impuestas, deben competir, en la gran mayoría de casos, en desventaja.

La huelga de taxistas de Madrid, aunque estuvo atizada por sindicatos y personalidades de izquierda, no carecía de sentido. Pedían competir en igual de condiciones con Uber y Cabify, pues mientras a un taxista se le exige que cumpla con una a serie de requisitos y acuda con frecuencia a las revisiones técnicas, un conductor particular de Uber no tiene por qué hacer todo eso. Y mientas la tarifa en estas aplicaciones está prefijada y es más barata, los taxistas tienen que hacer uso del taxímetro.

El cariz de la cuestión podría residir en la excesiva regulación que durante años, por tratarse de un monopolio, las autoridades le exigieron al gremio de taxis y ahora, que su supervivencia está en juego, el grupo pide desmadejar todo el papeleo que los tiene aherrojados de competir libremente.

El caso más ilustrativo sería el de Airbnb, que al igual que Rappi o Uber, cobra una comisión por conectar a la oferta y la demanda. Ahora bien, un propietario que arriende su departamento a un tercero debería darse de alta como autónomo y pagar los impuestos correspondientes, pues no le faltaría razón al dueño del hostal de al lado de quejarse y denunciarlo por competencia desleal. Países como Brasil, Alemania, Francia, Canadá, entre otros, cobran impuestos a los anfitriones que alquilan sus viviendas.

Solo en Lima la perforación de Airbnb en el mercado de alojamiento ha ocasionado una reducción del 50% de clientes a los hoteles. En el Cusco, uno de nuestros atractivos turísticos más publicitados, la situación es aún más acuciante, pues las visitas turísticas se podrían ver reducidas en un 2%.

Existen muchas salidas para esta disyuntiva. Los liberales, además de defender el libre mercado, aborrecen los monopolios y la competencia desleal. Es por ello que a los participantes de las economías colaborativas, se les debería poner al mismo nivel de juego que los demás, ya sea reduciendo la regulación existente o aplicando un impuesto modesto para ajustar la cancha.