En enero de este año, la presidenta Dina Boluarte respondió indignada a las investigaciones contra su hermano y el poder que, se iba descubriendo, tenía dentro de su propio gobierno. “Dejen de difamar a mi hermano, que no está participando en absolutamente nada, en ninguna organización de un partido utilizando prefectos y subprefectos”.
Para esa fecha, las pesquisas periodísticas ya habían puesto en evidencia el manejo irregular en la designación de estas autoridades desde el Ministerio del Interior con la participación fundamental de Nicanor Boluarte. Ahora, las investigaciones fiscales han corroborado todo lo publicado y, además, han aportado nuevas pruebas sobre la intervención del hermano presidencial. Incluso, que Dina Boluarte estaba al tanto de las andanzas de su hermano. Sus amigos más entrañables, al verse descubiertos, también han contado todas las movidas de los Boluarte.
Después de siete meses de que, en modo indignación, la presidenta le mintiera al país, no ha pasado nada. No se trata de una mentirilla piadosa, como dirían las abuelas, sino de la autoridad política más importante del país que decide no decirles la verdad a todos los peruanos, para así esconder las tropelías de su hermano Nicanor, el ‘Chato’, como Dina lo llama de cariño.
Es un hecho grave, no solo porque se trata de la presidenta, sino porque la mentira ya se ha instalado como una práctica usual de una parte importante de la clase política. Y lo más triste es que parece algo tan naturalizado que la indignación por la mentira pública parece una especie camino a la extinción.
Ejemplos hay muchos, pero el caso de Dina y el ‘Chato’ resulta emblemático porque se trata de la jefa de Estado, y porque estamos cerca de una elección presidencial que será crucial para el destino del país, y donde la honestidad debería ser un factor determinante a la hora de elegir al nuevo mandatario o mandataria.
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