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COLUMNA DE CARLOS GALDÓS

Hasta la vista, baby

“Cuánto bien hace hablar, decir lo que sentimos, recorrer la incomodidad, pasar por ese bosque oscuro, con miedo”.

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Carlos Galdós
Fecha Actualización

La pregunta más complicada de responder desde que tenía cuatro años siempre fue: ¿y tu papá qué hace?… Un poquito de tartamudeo, temblorcito en el ojo izquierdo, más exactamente en el párpado, y manitos mojadas. Yo fui siempre el niño de las manos sudadas.

Mi mami no tenía más recurso emocional que el de enseñarme a mentir. La vergüenza, la religión, su cabeza, que sé yo, o a lo mejor todo el combo junto de lo que se considera “normal” se resolvía para ella en un “cualquier cosa tú dices que tu papá está de viaje”.

El problema es que a mí no me salía mentir. Acto seguido, todas esas señales en mi cuerpo me delataban. Entonces, la solución fue llevarme al doctor (psiquiatra le llaman). Una visita al mes al doctor Documet, en el segundo piso del Hospital Obrero Guillermo Almenara Irigoyen. Dos pastillitas, la redondita chiquita y la grandota que la partes por la mitad, y si es muy amarga, le pones un poquito de azúcar y ya está. Así me decía el médico, quien, además, era mi padrino de bautizo. Es decir, apadrinó al hijo de su paciente, que era mi mamá. Locos de mierda todos, locos de mierda.

Como era de suponerse (al menos desde el entendimiento que tengo hoy), la pastillita no resolvió un carajo. Solo me daba náuseas y dolores de cabeza. “Pero ¿qué es lo que sientes, Carlitos para ya no querer tomar las pastillas?”. “Siento como si unos enanitos me martillaran la cabeza, doctor”.

Habré sido drogado tratando de, literalmente, matar una emoción un par de años. No estoy molesto con mi mamá, no estoy molesto con mi “psiquipadrino”, no estoy molesto con nadie, porque los entiendo. La costumbre parece ser desde siempre poner afuera lo que necesitamos trabajar desde adentro. Yo no necesitaba pastillas, yo lo único que necesitaba era verbalizar lo que sentía cuando me interpelaban por mi fantasmal papá: miedo, vergüenza, tristeza.

La respuesta falaz fue escalando en el tiempo y, como era de esperarse, mis síntomas también. Más tics, más sudor, más preguntas sobre mi papá: ¿por qué tu papá nunca está? ¿Por qué no viene a las reuniones de padres de familia? ¿Eres Galdós de los Galdós del Regatas? Nunca faltaba la mamá imprudente que me decía: “Yo conozco a un Galdós de Ancón que es igualito a ti, ¿no será tu papá?”. Entonces, ya las respuestas venían, además, con un “¿me puedes prestar tu bañito?”. Y vaya usted a doblarse de los retorcijones y, de paso, cagar en casa ajena (nada más incómodo en el mundo para mí hasta el día de hoy, y solo por eso nunca voy a ningún otro toilette que no sea el de mi casa, así tenga que atravesar media ciudad).

Y ahora era momento de pasar del psiquiatra al gastroenterólogo. Treinta años de mi vida tomando omeprazol y demás caramelos para el reflujo, dolores, eructos, hinchazón, aerofagia, todo lo que se resume en dos palabritas: colon irritable. Antes de comer, un comprimido; después de comer, otro comprimido. ¿Intolerancia a la lactosa? Un comprimido más. Desde los diez años de edad hasta los treinta estuve tomando comprimidos para un corazón reprimido.

Antes de continuar con estas líneas, considero necesario el siguiente ‘disclaimer’: no estoy molesto con mi mamá, no estoy molesto con mi papá; le agradezco a los doctores que me han visto y que, por ahí, me siguen viendo muy de vez en cuando porque, como entenderán, al cumplir cuarenta años decidí jubilarme de las pastillas en general. Como diría un muy buen amigo que tengo, pero que lamentablemente es un poquito drogadicto, “estoy clean”. Y sí, así estoy yo, clean clean clean de pastillas y químicos en general, o casi clean.

Cuando cumplí mis cuarenta pirulos, decidí tomar otros caminos. La medicina como la conozco, a punta de pastillas, no había solucionado nada, y entre uno y otro descubrimiento comienzo a entender que las enfermedades tiene un origen emocional, y que las emociones, si no se viven, transitan, sienten, tarde o temprano van a dinamitar mi cuerpo.

La decisión fue querer mirar para poder afrontar el dolor. Así que me puse a mirar, a bucear. Me tomé un ascensor y apreté el botón del sótano: “Sótano ocho, por favor, ahí lo más abajo, lo más al fondo que se pueda”. Entonces, comencé a hablar. A entender. A sentir. A llorar. A abrazarme. A perdonar. A perdonarme. A cuidarme.

Sin embargo, hay daños que ya estaban instalados. El colon irritable, los divertículos, las hernias hiatales y un par de bichos que las tomografías de hace cinco meses detectaron. ¡Esto lo tenemos que operar YA!

Ahí no hay meditaciones, péndulos hebreos, biodescodificaciones ni nada que pueda contrarrestar lo sembrado. Ahí entra a tallar la medicina, la maravillosa carrera que hoy los imbéciles del Congreso quieren poner en manos de salvajes o simplemente chicos a quienes les da más para corte y confección que para medicina humana.

Colon irritable: ansiedad, depresión, estrés crónico, traumas emocionales, conflictos en las relaciones interpersonales, exceso de control. Conflictos de “expulsar” emociones, dificultad para “procesar” la vida, miedo a ser “invadido”, no saber poner límites.

Divertículos: conflictos de contención, es decir, sentirse sobrecargado por alguna situación. En cristiano, estar con los huevos reventados por algo y callarlo. Dificultad para “digerir” emociones, sobre todo las vinculadas al miedo. Necesidad de protección, conflictos de identidad, como por ejemplo, sentirse desconectado de los demás.

Hernia hiatal: “tragar” emociones, es decir, no aceptarlas. Miedo a ser devorado por las circunstancias, dificultades para “digerir” la vida, conflictos de autoestima. Es decir, sentirme inferior o inadecuado.

Muchos años diseñando (anestesiándome, engañándome) mi máquina para ser feliz. Enmascarando mi dolor. Pura inocencia artificial. Cuarenta años conteniendo las ganas de llorar. Cuánto bien hace hablar, decir lo que sentimos, recorrer la incomodidad, pasar por ese bosque oscuro, con miedo. Claro que sí, pero sobre todo con la certeza de que al final hay una lucecita, un foquito que al principio parece de 25 watts; luego sigues sintiendo, llorando, con un poquito de miedo, por qué no, y sube a 50 watts. La noche oscura del alma qué necesaria que es, porque entre otras cosas te enseña a abrazarte, a hacerte cargo, a cuidarte, a mimarte: a asumir la tutela absoluta de tu ser. ¡Y de pronto 1,000 watts!

Ha pasado mucho tiempo desde que me separé de mí mismo y me había acostumbrado a eso, sin darme cuenta, que solo el amor, el autoamor, me podía salvar. El amor nunca mata y el propio menos aún. Hoy estoy muerto de amor por mí, hermoso contrasentido. Y desde que estoy muerto de amor por mí, puedo ser mejor papá, mejor pareja, mejor humano (mejor para mí, que es de lo único que me puedo hacer cargo, de mis acciones y no de las interpretaciones de los demás). Estoy tan lleno de mí que ya no dreno a los demás. Solo estando lleno puedo dar, porque vacío ¿qué doy? Hoy trabajo todos los días en seguir convirtiéndome en el que pone en el mundo, quiero ser quien dé, ser fuente.

Así es que, si estas líneas resuenan contigo, quiero que sepas que te doy un abrazo, te aprieto, te apachurro, te como a besos, y me puedes hablar. El universo en su inconmensurable sabiduría y perfección nos juntará y sanaremos juntos. Quiero que sientas que nada malo te va a pasar.

Muchísimas gracias, doctor Miguel Roberto Li, por su calidez, cuidado, amor y contención.

Aldo Velit Palacios, gracias, amigo mío, gracias por ir sin yo saberlo y pegar una verificada de colega a colega. Nunca me enteré de que fuiste hasta que desperté de la anestesia y Marita me dijo que estuviste ahí conmigo.

Gracias al equipo en general que estuvo en ese momento. Discúlpenme porque no sé sus nombres, anestesiólogo, enfermeras, asistentes, etc., etc.

Qué hermosa es la profesión de medicina en sus manos.

A la enfermera venezolana que entraba a mi habitación y dejaba una estela de perfume que parecía un popper…, deseo de todo corazón que te aumenten el sueldo para que compres mejores perfumes.

Patricia Paredes, gracias por todas tus consideraciones y facilidades. Lo mismo para Julieta (secretaria del doctor Li).

Gracias, Sebastián Arrieta, mi amigo el ‘doctor Shock’, que me rellenó de vitamina C para que afronte mejor las estragos de la intervención.

Y, como siempre, mi amigo y hermano interestelar de esta y otras vidas, doctor José Luis Pérez Albela. Gracias por tu insistencia en llevarme a tu piscina personal de sales de magnesio (es literal) y tus gestiones energéticas con el más allá, que tú y yo sabemos que está bien acá.

Lucy y Ricardo, mis amigos reikistas, gracias.

José, Fío…, gracias por los contactos con “MIGUEL”.

Rosa María y Nana…, ¡NO LO HICE EN MERCURIO RETRÓGRADO!

Marita, mi esposa, gracias por resistir esas 9 horas de incertidumbre que debieron ser 3, pero, como dijo el médico, había que limpiar bien.

Y a ustedes, que están leyendo estas líneas, GRACIAS.

¿Les cuento algo?: ESTOY MUERTO, PERO DE AMOR.

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