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Jaime Bayly: No me pregunten por qué

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Fecha Actualización
No conozco persona más ociosa que yo. Duermo diez horas y, si me dejan, hago siesta. No encuentro razones para levantarme temprano. Dormir hasta la hora que me dé la gana es una conquista personal.

Carezco de ambiciones. No aspiro a cambiar nada. No quisiera mudarme a ninguna parte. Estaría contento si las cosas siguieran tal como están. La vida así es tranquila y placentera. Estos últimos años han sido los mejores. Espero que los próximos sean parecidos.

Viajar en avión ha dejado de interesarme. Lo que antes parecía un lujo es ahora un fastidio. Ningún hotel podría ser más cómodo que esta casa. Aquí me cuidan el sueño con el celo de una abadía. Declino cortésmente las invitaciones a dar charlas o conferencias. No tengo nada que decir. Lo poco que tenía que contar ya está en mis libros. Búsquenme allí.

El programa de televisión que dirijo es tan extravagante que ni siquiera recibo los índices de medición de la audiencia. No tengo la menor idea de cuánta gente me ve y ya me acostumbré a que el asunto deje de preocuparme. Juego exhausto en segunda división, quizá en tercera, en ligas menores, y sin embargo, y esta parecería una prueba inequívoca de mediocridad, me siento tan cómodo en ese canal minoritario que no quisiera irme a ningún otro, pues me pagan bien, me dan libertad y me tratan con aprecio. En otros tiempos soñaba con estar en la cadena número uno y ser el número uno, ahora pienso que todo eso sería un agobio y es conveniente evitarme tales afanes y quedarme tranquilo donde estoy.

Mis primeras cuatro o cinco novelas fueron éxitos de ventas y tuvieron, en promedio, buenas críticas. Las últimas han vendido bastante menos y pasan casi inadvertidas. Ya no es tan fácil, y quizá no me apetece, montar un escándalo parroquial con las cosas que escribo. No escribo para ganar dinero, incluso escribo para no ganarlo, no sé bien por qué porfío en seguir escribiendo. Cuando no escribo, la vida se me aparece en blanco y negro: chata, aburrida, mediocre, previsible; cuando escribo, todo se ve a colores y se torna más peligroso y divertido y adquiere la sensación inquietante de ser una aventura personalísima.

Mi madre me ha prohibido publicar una novela voluminosa sobre la familia, que ella desde luego no ha leído ni quiere leer. Prefiere evitarse un escándalo más, es comprensible. No ve con simpatía que yo revele ciertos secretos de la familia, los pocos que no he contado ya. Como es una señora muy rica y ha sido explícita en advertirme de que, si publico la novela, me borrará de su testamento, he llegado a la conclusión de que, por el momento, es mejor aplazar la salida del libro y preservar las relaciones cordiales con ella. Me da pena, me siento un pusilánime, no estoy orgulloso de haber engavetado indefinidamente la novela, pero sería terrible que me desheredase, no quisiera correr semejante riesgo, ya está claro que con la novela censurada y las demás que alcance a publicar no ganaré mucho dinero.

He dejado de fumar marihuana. Prefiero no beber alcohol. No hago ejercicios. Evito el azúcar como si fuera veneno. Tomo muchos jugos de naranja mezclados con linaza. Las tetillas siguen creciéndome debido a los antidepresivos que tomo. Ya no se me cae el pelo. Apago las luces a las cuatro de la mañana y me levanto al mediodía. Sueño cosas horribles. Sueño que me botan de la universidad y hasta del colegio, que mis enemigos políticos me confiscan los departamentos en Lima, que no sé cómo llegar al departamento en Buenos Aires, que me despiden de la televisión y quienes eran mis amigos me traicionan. Por suerte ya no sueño con mi padre.

El próximo año publicaré una novela que escribí después de que mi madre censurase aquella historia desmesurada sobre la familia. En ella cuento cómo me enamoré de la mujer que es ahora mi esposa, peleé ferozmente y en público con mi ex esposa y mi novio, y terminé alejándome de mis hijas mayores, una distancia que los años, menos mal, han atenuado. He firmado con una editorial en Nueva York y otra en Barcelona. Me hace ilusión ver el libro impreso en abril. Me he comprometido a viajar a Barcelona y Madrid, luego a Bogotá y Buenos Aires, y a mediados de año a Lima. Espero que la salud me permita hacer esos viajes. Los médicos me desaconsejan los viajes largos. No les haré caso. La alegría de celebrar un nuevo libro justifica esa desobediencia.

Un nutricionista me hizo unos exámenes no sé cuán rigurosos y dijo que de los noventa y cinco kilos que estoy pesando, veinte son grasa que debería eliminar. Se ha ofrecido a prestarme sus servicios profesionales para bajar esos veinte kilos de los que debería deshacerme. Le he dicho que lo llamaré. No pienso hacerlo. Es más fácil deshacerme de él que de la grasa. Los estudios han confirmado que soy bipolar. Las medicinas que ahora tomo me han instalado en una zona de confort que no quisiera abandonar. No espero hazañas de mí, tampoco deploro con saña mis errores, nunca es tarde para aprender a estar a gusto en el cuerpo defectuoso en que has nacido. Los medicamentos son caros, pero ganar dinero es todavía una de mis pocas habilidades.

La decisión más ardua es salir a caminar dos millas pasada la medianoche. Quisiera hacerlo todas las noches, sin falta, pero a veces está lloviendo o hay muchos mosquitos o simplemente me da pereza y me rindo antes de dar tres pasos. Cuando me dejo caer vencido aun antes de intentarlo, me doy cuenta de que soy un haragán a tiempo completo y ni siquiera soy capaz de caminar treinta cuadras. Para compensar, me tiendo en la alfombra y hago los ejercicios de estiramiento que me ha enseñado mi esposa.

Estos años con ella han sido los mejores. Nos enamoramos hace ya seis, llevamos cuatro casados, nuestra hija nos ha dado incalculables felicidades, es la suma de lo mejor de mi esposa y lo mejor de mí, una vida desprendida del amor más puro, risueño, loco y aventurero. Creo que fue un gran, improbable acierto casarme con mi novia y no con mi novio y tener ahora una esposa que parece mi hija y una hija que parece mi nieta. No quisiera alejarme de ellas. No podría respirar tranquilamente. Nuestra hija es tan feliz en esta isla que, de momento, no se justificaría irnos a otra parte.

Alguna gente que no me conoce quisiera que me metiese en política y fuese candidato a un cargo público. Les agradezco el afecto y las buenas intenciones. No lo haré. No debo hacerlo. No he sido diseñado para servir, trabajar en equipo, dar batallas heroicas. Soy un animal solitario. Mi plan de gobierno es simple: no me jodan, déjenme en paz, nada tiene arreglo, todo al final depende de los chinos, no esperen que yo sea el plomero o el gasfitero, llamen a otro más capacitado, declino porque sé que lo haría mal y hasta perdería la vida en el intento.

Dejar de escribir sería una capitulación vergonzosa. No lo haré en nombre de ninguna cruzada política o moral. Cada día que escribo media página y no resbalo en la ciénaga hedionda de la política es un pequeño triunfo personal. Si publico dos o tres novelas estos años por venir y encuentro la manera de seguir burlando al toro bravo, avieso de la política, habré usado bien el poco tiempo y la diezmada energía que me van quedando.

Un fin de semana perfecto se compone de pasar la tarde escribiendo, salir a comer en familia, ir al cine y, cuando nuestra hija duerme, hacer el amor sin premura, demorándonos, como si mañana fuésemos a perder la vida y esa fuera la última oportunidad para amarnos. Luego, pasada la medianoche, nos metemos en la piscina y quizá recordamos la suerte que tenemos de vivir en esta casa, en esta isla, con el aire tan puro, la luz tan nítida y las ambiciones tan precisas y rebajadas. Después debo tomar unas pastillas y resignarme a que soñaré cosas horribles, humillantes, siempre ancladas en Lima y Buenos Aires, no me pregunten por qué.

Jaime Baylyhttp://goo.gl/jeHNR