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La abuelita feroz

“Javier Ponce es genial pero fujimorista” –me whatsappea un amigo gay pero caviar. “A mí qué chucha” –le respondo- “así fuera nazi pero caníbal, yo lo leería igual”.

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Ninguno de los dos cae en la cuenta de que, sin proponérnoslo, estamos componiendo un diálogo ligeramente javierponciano. Y digo “ligeramente” porque sujetos tan brillantes y malditos como los que conversan sin parar durante las tres horas que dura este libro no existen en la vida real. Cada nueva cita con el psicólogo protagonista es un despliegue imposible de brillantez, un nuevo duelo de ingenios o, mejor dicho, de demonios. No importa que el título –“El cine malo es mejor”– sea, de todos los malos títulos que podría haber elegido, quizá el peor. No importa que la portada parezca la de un compendio de las mejores historietas del Súper Cholo ni que la edición sea tan franciscana y distraída y desprolija. Ni que todo esto, además, lo haya hecho –estoy seguro– a propósito. Leer a Javier me ha producido un deleite que muy pocos escritores peruanos vivos serían capaces de generar en otro organismo vivo. Es una verdadera lástima que sus personajes no existan porque si existieran, uno querría tirárselos. Por el cerebro.
- Es tarde para cambiar de estilo de vida.
- Tu vida carece de estilo.
- Nunca he sido una persona mediocre.
- Nunca has sido una persona.
He leído algunas reseñas que ya se han hecho de este libro. Todas le dan al autor una proverbial palmadita en el hombro, como quien dice: vas bien, muchacho, vas bien. Todas aluden a su carácter paródico y excesivo, a su parentesco con el cine de John Waters, a su humor negro, cruel y disparatado. Ninguno de los críticos escritores (o escritores críticos) que la han comentado se ha atrevido a decir lo único que los lectores necesitarían saber. Que es un libro muy bien escrito. Delirante, revulsivo, hiriente, salvaje y hasta sádico, pero… muy bien escrito, lo cual resulta toda una rareza en un medio editorial tan generoso con las composiciones escolares y tan pródigo en títulos prescindibles. La mezquindad, como se sabe, es una hermosa danza típica peruana que, a estas alturas, ya tendría que haber sido declarada patrimonio cultural de la nación. El mundo de los escritores es peor que el submundo gay. Con sus grupitos cerrados, sus resentimientos, sus inseguridades, sus odios gratuitos, sus envidias y sus precariedades. La prensa pertenece a esa misma argollita de ovejas negras de familias blancas. Lo que ocurre en esta novela –o en la película que se cuenta en esta novela o viceversa– es lo de menos. Que a un homofóbico se le implante un buen par de tetas como venganza resulta apenas un hecho anecdótico. Un mero pretexto para burlarse de todo y de todos. Para insultarnos a todos por igual, que es la única razón que hace que escribir libros valga la pena.
- ¿De niña fuiste violada?
- Con el cuerpo que tengo, nadie lo intentó.
- Pues empieza a decir que sí.
- ¿Vale mentir?
- Nadie tomará en serio a una artista que no ha sido violada. Al menos inventa un acoso. Tocamientos indebidos, algo.
En esta ciudad odiamos en secreto. Hasta para eso somos deshonestos. La escritura de solapas de libros es todo un género literario. La de este es un poema: Javier Ponce Gambirazio (Lima, 1967). Escribe y hace películas. Si quieres saber más, googlea. No me negarán que es fino. Es una estrategia astuta para ahorrarse el inconveniente de tener que hablar de su pasado travesti. O peor, de su antropófago futuro. Yo fui obediente y googleé. Y me enteré de que este es su octavo libro publicado. Que ha publicado títulos tan bonitos como “El chico que diste por muerto” o “La música que no escuchamos”. Algunos de ellos en Europa, ohhh. Que ha filmado documentales que no he visto. Y mientras googleaba, me inquiría a mí mismo: ¿cómo es posible que recién lo conozca como autor, que esta sea la primera vez que lo lea yo, que siempre paso por la librería? Es posible porque en esta ciudad virreinal solo existes cuando tienes los amigos adecuados. Amigos correctos como Ricardo Bedoya y Alonso Cueto que estarán mañana de lo más seriecitos presentando este libro que se ríe de ellos en lo que vendría a ser un capítulo más de la broma infinita de Javier. Lo gordo lo puedes adelgazar, lo negro no. Cuando un negro rechaza a un blanco lo llaman “racismo al revés”. ¿Entonces cuando un blanco discrimina a un negro es racismo en sentido correcto? Más que en el cine, leyendo esta novela me he sentido en el teatro. Me ha dado ganas de volver a ser actor de teatro del absurdo y recitar sus líneas arriba de un escenario. Ganas de gozar el rol de la Caperucita Blanca que solo se vuelve roja cuando se está desangrando o el de la Abuelita Feroz que aúlla como una loba cuando se encuentra, a escondidas, con el cazador. Las enfermeras hablan en plural para sentirse menos solas y que el paciente crea que ellas también sienten su dolor: ¿cómo nos sentimos hoy? Resentido es el que vuelve a sentir y yo no siento nada. El único que no me ha fallado es Dios porque, como nunca cumple, ya sé qué esperar de él. Una vez, mi tío González Vigil descalificó, de plano, una novela porque detectó que había sido escrita con rencor, ignorando que un buen insulto es más difícil de escribir que un buen poema, que la rabia puede perfectamente ser el origen de la belleza, que un asesino en serie también podría perpetrar una obra maestra. No me fue nada agradable descubrir que mis padres eran heterosexuales. Me costó años aceptarlo. Javier Ponce le ha metido un coche bomba al establishment y ahora tiene la soberana concha de continuar sonriendo para los flashes, todo lo cual nos demuestra, una vez más, que los cínicos sí que sirven para este oficio. Tú puedes decir que eres maricón después de haber tenido éxito pero nunca antes. Ser inteligente, maricón y tercermundista ha sido demasiado.
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