Un 28 de julio de 2007 murió mi padre. Me gusta recordarlo.
Fue un hombre que, en vida, recibió loas y toda suerte de críticas.
La más absurda y aquella que provocaba sonoras carcajadas a mi padre era que lo llamaran feo, al tiempo que publicaban fotografías en la que intencionadamente salía mal parado.
Recibió otras muy fuertes. No solo desde la prensa, también desde alguna letra de canción, o novela (de Bayly o Vargas Llosa, por ejemplo). Nada hacía mella en él. A las inquisitivas preguntas de sus hijos, siempre contestaba igual: Si fuera verdad eso que dicen de mí, ¿cómo sería posible que haya escrito y leído tanto?
Vargas Llosa, si fue generoso al escribir no haber conocido otro hombre más inteligente que él, intentó insultarlo con recursos “ad hominem”. Mi padre no se inmutaba.
Lo malo es que a propósito de resaltar sus virtudes pretendan propios y extraños (porque la familia, —yo misma—, tiende a ello) hablar en su nombre. Poner en su boca frases que, salvo que recojan citas textuales, solo son vanos intentos de hablar por él.
Ahora resulta que, fallecido, se le cita por lo que fue: político, constitucionalista y patriota. Pocos saben que, además, era y se sentía, poeta.
El azar me llevó a extraer, de la biblioteca que me legó, Autobiografía precoz del poeta ruso Evgueni Evtushenko. Ese mismo azar que llevó a su lectura, siendo muy joven, a mi esposo. Otro hombre que guía mi vida con amor. Su lectura, y los subrayados de mi padre me confirman que fue poeta porque cumplió la regla de Evtushenko: Un poeta tiene la obligación de entregarse, sin compasión, en su verdad. Ese fue el gran mérito de mi padre. Nunca calló la verdad. Y como poeta que fue, despreció la regla “el silencio es oro”. Porque… es oro; pero falso.