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Ascenso y caída de Alejandro Toledo

Ocaso del sano y sagrado

Usó el racismo y el antifujimorismo para victimizarse antes que Castillo, y se adelantó en impopularidad a Boluarte. La caída de Toledo es la de la democracia liberal con crecimiento económico.

 

Imagen
Alejandro Toledo
Fecha Actualización

Alejandro Toledo se hizo a sí mismo en el sentido menos emprendedor del término. Su primera mentira fue su biografía. Forjó el relato del lustrabotas que llegó a Harvard, negó a su hija, se negó por teléfono con RPP y El Comercio, se secuestró a sí mismo, se casó por segunda vez para la campaña electoral y mató a su madre dos veces. Imaginó una conversación con Mark Zuckerberg, agradeció un inexistente Premio Nobel en la India, fue detenido por manejar en estado de ebriedad y se fue siempre sin pagar la cuenta.

Fabuló una autobiografía llamada Las cartas sobre la mesa, mintió sobre la compra de su casa y también sobre el consumo de cocaína. Adelantándose a un personaje literario de Javier Cercas, llegó a crear una falsa indemnización por el Holocausto.

Alejandro Toledo malentendió el mito estadounidense del self-made man, inventándose a sí mismo, falseando su propia historia. Quizás vio que le funcionó desde un inicio. Un relato exótico que le abrió puertas, un discurso foráneo que suavizaba a las autoridades, una narrativa subalterna que confirmaba la beca. Un mito que probablemente convenció a sus profesores, le ganó el respeto de sus compañeros y sedujo a una antropóloga con culpa blanca en pleno ‘verano del amor’ en San Francisco.

 

Mira: Claves de la sentencia contra el expresidente Alejandro Toledo

 

Toledo fue el pionero en vender exotismo tercermundista en el primer mundo. Se adelantó a Evo Morales en giras y cumbres bilaterales. Apeló a los billonarios culposos de Davos, a los líderes liberales del mundo libre y a la Cooperación Internacional. Como Evo, usó el racismo para encaletar delitos; y como Clinton, usó el machismo para perdonar canas al aire.

Toledo se adelantó años al discurso paternalista de estos tiempos. Cuando le convenía, fungía de buen salvaje y decía que era un error estadístico mientras su esposa polarizaba con el entonces exclusivo Miraflores. Luego, se quitaba el poncho que se dejaba pisar y le sacaba lustre a sus credenciales de Ivy League. Los cívicos, el ala zurda del Foro Democrático y la academia hicieron el resto. Reinterpretaron la hora Cabana, llenaron el quero vacío de significado y vieron en él lo que querían ver. Crearon un héroe poscolonial, donde solo había criollada. Y luego, cuando la cabra tiró para el monte y la corrupción fue rochosa, la izquierda, con maestría, que ahora lo niega en varios idiomas, lo dejó solo.

 

DE TOLEDO A CASTILLO

No es casual que Pedro Castillo haya postulado con Perú Posible a la alcaldía de Anguía, en Cajamarca, en 2002. Castillo fue la versión decadente de Toledo. Los dos se victimizaron con la carta del racismo. Los dos instrumentalizaron sus orígenes para dividir a la opinión pública. Los dos encarnaron una revancha étnica y cultural. Los dos usaron el antifujimorismo para asolapar delitos. Los dos ganaron por el antivoto. Y los dos dilapidaron las genuinas ansias reivindicativas de sus respectivos electores.

Uno juró en Machu Picchu y el otro en Pampa de la Quinua. Uno se puso poncho y el otro sombrero. La chakana y el machete. La vincha y el lápiz. Uno enfrentó a la dictadura y el otro a la pobreza en un país rico. Uno fue lustrabotas y el otro campesino. Uno fue alcohólico y el otro bucólico.

Ambos contaron una buena historia trufada de mentiras. Ambos llegaron a la presidencia con ese relato.

Ambos tuvieron un momento estelar: la Marcha de los Cuatro Suyos y la huelga magisterial de 2017. Ambos estuvieron en el lugar y momento adecuados. Un episodio lleno de mitos urbanos y caídas en falso. Un instante que lo definió todo.

Pero Toledo fue mucho más inteligente y sensato que Castillo. Se rodeó de más cuadros, tuvo buenos ministros y armó mejores gabinetes. Dejó hacer, dejó pasar y dejó robar, reinterpretando la mano invisible.

Nada es casual. Cuando se encontraban en Barbadillo, según Elio Riera, Castillo llamaba a Toledo ‘papá’.

 

GOLPE A LA DEMOCRACIA LIBERAL

Hoy, Toledo busca ser senador en el Partido Demócrata Verde. Su hermano Pedro y otros fundadores de la panaca se han inscrito en el Partido Demócrata Verde. Pretenden resucitar a la chakana. Pero es claro que el futuro de Toledo está aún en los tribunales.

Su sentencia es la primera condena a un expresidente peruano por el caso Lava Jato; es una tardía reivindicación de la politizada justicia peruana, ahora que la judicialización de todo hace estragos en los estamentos de la vida pública y privada. Es también un punto para los fiscales, quienes con este triunfo pírrico ganan oxígeno para seguir su cruzada anticorrupción y su sesgada cacería presidencial.

Es una llamada de alerta para los demás expresidentes, cuyos casos podrían ganar viada y presión entre la opinión pública. Y es, sin duda, un recuerdo del lawfare que victimizó a los líderes de la izquierda en toda Latinoamérica, salvo en el Perú.

Toledo encarnó la esperanza frente a la dictadura. La nueva política que surgía de entre los escombros del viejo régimen. La reivindicación chola que se impuso, solitaria, a la gran maquinaria corrupta del japonés. La primavera democrática que nació de entre los gases lacrimógenos, pero que rápidamente se hizo otoño.

Toledo fue ese sueño democrático que despertó de golpe y con resaca. Creó el piloto automático, el ‘amigo elegido’ y el inefable ‘chorreo’. El hacerse el ‘muertito’ y flotar por años. Se adelantó a Dina en acuñar el margen de error como popularidad y se adelantó a Acuña en el gazapo político cuando aún no existía el meme. Frivolizó mortalmente la imagen presidencial, reinventó la tensión entre Gobierno y Congreso, metió a la familia a Palacio y nos legó la nefasta descentralización.

La caída de Toledo es también un poco la caída de esa democracia liberal que intentó gobernar con crecimiento económico, estabilidad política y plenas libertades. Fue una combinación que duró poco (2001-2018), pero que encarnó la esperanza de tener un país con cifras en azul, partidos políticos democráticos, legitimidad y continuidad en el poder: sin vacancias, renuncias ni cierres del Congreso.

Un superciclo que redistribuyó riqueza e incluyó a millones, que sacó a otros millones de la pobreza, que modernizó el aparato estatal y creó una burocracia de tecnócratas.

Un país que desapareció hace algunos años, arrasado por sus propias contradicciones, deslegitimado por la frivolidad y la corrupción de sus autoridades, devorado por el odio de sus desconcertadas gentes.

 

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