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La ciudad y los perros

No deja de sorprender que una novela tan bien lograda haya sido escrita, a punta de tiempo y de sudor y de disciplina flaubertiana, por un muchacho de veintidós años.

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Pedro Salinas, El Ojo de MordorLa leí por primera vez, como muchos de mi generación, cuando estaba en el colegio. No recuerdo si fue antes o después de Los Cachorros, porque una novela me llevó a la otra. Pero fue por ahí, como a los doce o trece años, que descubrí a Mario Vargas Llosa. La releí con mayor interés, recuerdo, cuando mi padre, quien tenía un hermano militar que había sido director del Leoncio Prado, me advertía que si no mejoraban mis notas iba a hablar con el Cholo, mi tío, para trasladarme a ese lugar, sinónimo de encierro y de régimen carcelario y de martirio escolar. Y hasta de reformatorio, si cabe, donde la vida era como una jungla y el verticalismo autoritario y jerárquico era la única ley.

De hecho, en una visita a tío Cholo, mi papá sacó a relucir el tema. Y su hermano, desde sus casi dos metros de altura, con una mirada azul y una sonrisa conmiserativa, me dijo algo así como: "No es tan malo como lo pintan". Y, claro, el comentario me sonó alusivo a La ciudad y los perros que, como recuerda Sergio Vilela en El cadete Vargas Llosa, todas las semejanzas entre la realidad y la ficción hicieron que nuestro escritor se ganara por años maldiciones gratuitas en el ámbito castrense.

Como sea. Mi padre nunca cumplió su amenaza. Y volví a leerla luego de la noticia del Nobel, como una suerte de homenaje personal, y no sé cómo explicarlo, pero me gustó más que cuando lo hice el par de veces anteriores. Porque La ciudad y los perros es un libro que no te deja indiferente. Te conmociona. Te atrapa. Y como anota el español Javier Cercas, es un libro que parece escrito a martillazos, donde se desvelan, con una prosa incandescente y una limpieza sobrecogedora, las corrupciones y perplejidades de la adolescencia.

Más todavía. No deja de sorprender que una novela tan bien lograda haya sido escrita, a punta de tiempo y de sudor y de disciplina flaubertiana, por un muchacho de veintidós años, que empezó a bosquejarla en Madrid, en una tasca llamada El Jute, y terminó tres años más tarde, en una buhardilla de París.

Ya en ella, por lo demás, se percibe el germen del autor rebelde, insurrecto, apóstol de la literatura, con talento endemoniado, habilidoso en el arte narrativo, obsesionado con los temas que atañen al poder y a la libertad.

En 1963, cuando se publicó, el crítico José María Valverde opinó que era "la mejor novela de lengua española desde Don Segundo Sombra". J.R. Masoliver dijo en La Vanguardia que era "un libro de los que marcan época, destinado a renovar todo un género". Y José Miguel Oviedo la describió como "una de las mejores escritas en español".

Recordemos, además, que su lanzamiento fue parte del inicio del boom latinoamericano. Ese mismo año se imprimió Rayuela, de Cortázar. Algo antes aparecieron Carpentier con El siglo de las luces y Carlos Fuentes con La muerte de Artemio Cruz. Y, después, García Márquez con Cien años de soledad. Y así.

¿Intuía MVLL lo que estaba pergeñando cuando lo escribió? Supongo que no. Como dice él: "Este es el libro que más sorpresas me ha deparado y gracias al cual comencé a sentir que se hacía realidad el sueño que alentaba desde el pantalón corto: llegar a ser algún día escritor".